lunes, 24 de noviembre de 2008

GENETICA

En épocas muy remotas de la historia el hombre aprendió a mejorar los animales domésticos y los cultivos mediante la reproducción selectiva de individuos por características deseables. Los antiguos egipcios y babilonios, por ejemplo, sabían como producir frutos por fecundación artificial, cruzando las flores masculinas de una palmera datilera con las flores femeninas de otras. La naturaleza de las flores masculinas y femeninas fue comprendida por el filósofo y naturalista Teofrasto (371-287 A C): “los machos deben ser llevados a las hembras”, escribió “dado que los machos las hacen madurar y persistir”. En los tiempos de Homero se sabía que el cruce de un burro con una yegua producía una mula, aunque podía darse poca explicación acerca del modo en que la bestia obtenía su apariencia poco usual.

Las primeras observaciones:

En 1677, el fabricante de lentes holandés Antón van Leeuwenhoek descubrió espermatozoides vivos –animálculos como él los llamó- en el fluido seminal de varios animales, incluyendo al hombre. Adeptos entusiastas escudriñaban por el “espejo mágico de Leewenhoek” (su microscopio casero), e imaginaban ver adentro de cada espermatozoide humana una criatura diminuta –el homúnculo u “hombrecillo”-. Se pensaba que esta pequeña criatura era el futuro ser humano en miniatura. Una vez que se implantaba en el vientre de la hembra, el ser humano futuro se nutría allí, pero la única contribución de la madre era servir de incubadora para el feto en crecimiento. Cualquier semejanza que el niño pudiera tener con su madre, sostenían estos teóricos. Se debía a las “influencias prenatales del vientre”.

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